Los zapatos como señas de identidad

Pedro Sande García

15 de junio de 2019. 14h 30m. Sofie’s place. Amberes. Región de Flandes, Bélgica. Se cumple en Amberes el mismo dicho que una vez escuché sobre Bruselas: «Todos los días sale el sol y todos los días llueve». Amaneció gris y frío, la lluvia y la temperatura obligaban a llevar prendas de abrigo. Conforme la mañana avanzaba, el sol fue conquistando el cielo gris y bañando el ambiente con una agradable temperatura. Mi
paseo me llevo a perderme entre calles estrechas y silenciosas, mi brújula interior dejo de funcionar y las calles se convirtieron en pequeños laberintos. Necesitaba un lugar de referencia que me permitiera anclarme al mundo real, así fue como me encontré con Sofie’s place. Una pequeña plaza, un rectángulo donde desembocaban pequeñas callejuelas, muy próxima a la casa de Rubens, el más célebre Amberrino junto a Van Dick. Un lugar donde los árboles y las sombrillas de las terrazas me permitían protegerme del
sol.

Éramos pocos los que disfrutamos de la tranquilidad que allí se respiraba. Con el primer café abrí mi libro electrónico con los últimos capítulos de «El poder del perro», la primera novela de la trilogía de Don Winslow. Una lectura a la que llegué por recomendación de Antonio Muñoz Molina y en la que se cumple lo que el académico describe de forma tan magistral: «Lo que hace falta en una novela es que uno sienta el impulso físico de ir internándose en lo desconocido, que escuche una voz poderosa y a la vez una multitud de otras voces; que quiera llegar al final para saberlo todo y quiera también que la novela no termine».

Llevaba casi una hora enfrascado con los cárteles mexicanos de la droga en la terraza del bar De Varkenspoot, donde me encontraba, y levanté la cabeza para pedir que me trajeran otro café. Me sorprendió que la pequeña plaza se había convertido en un lugar de encuentro, invadida por un bullicio respetuoso de bebedores de cerveza. Una hora extraña para consumir cerveza con el frenesí que lo hacían aquellas personas.

Lo bueno que tiene el libro electrónico es que puedes llevar contigo múltiples lecturas sin que eso te ocasione una pesada carga, eso me permitió dar un salto de estilo y abrir «Sapiens. De animales a dioses». Me habían comentado que su autor, Yuval Noah Harari , hacía una curiosa e interesante interpretación sobre la historia de la humanidad. El libro comienza con un extraordinario ímpetu, pero le ocurre lo que a algunos atletas que participan en la carrera de los 1.500 metros, al cabo de unas vueltas se desfondan, consiguiendo, en el caso del libro, que el lector pierda todo interés y se canse del exceso de metraje. No entiendo esa costumbre de algunos escritores de querer llenar páginas y páginas de frases anodinas que no dicen nada. Costumbre que en mi caso, cuando el libro carece de calidad literaria, convierte a la lectura en algo tedioso.

Quizás fue esta la razón por la que la atención de mis ojos se alejó de las letras y se perdió en la multitud
que me rodeaba. Cuando esto ocurre comienzo a observar a los que me rodean y mi imaginación se pierde de nuevo en curiosos laberintos.  

Existen numerosas formas de identificar a una persona. Desde las administrativas, creadas por el ser humano: el DNI, el pasaporte, el número del carnet de conducir o la tarjeta de la seguridad social, hasta las más naturales y científicas: la huella digital, el iris, la voz y hasta el rastro dental. Siempre me sorprende, cuando veo alguna película o serie norteamericana, la facilidad con la que las fuerzas de seguridad acceden a una base de datos donde se almacenan las radiografías dentales de millones de
ciudadanos. Tengo que preguntarle a mi dentista que ocurre con mi rastro dental. Sé que les parecerá a ustedes extraño pero yo creo que existe otra forma de identificación que espero que nunca sea utilizada.

Cuando estoy sentado en una terraza o viajo en transporte público, me dedico a observar los zapatos de las personas que me rodean, lo hago como si estuviera en una atalaya escudriñando lo que ocurre a mí
alrededor. Siempre intento disimular mi observación, no vaya a ser que los zapatos se revuelvan contra mí por sentirse acosados o que sus propietarios llamen al teléfono de emergencias denunciando a un voyeur. Reconozco que es algo extraño pero les voy a confesar cual es la razón de este comportamiento. Simplemente que intento buscar dos pares de zapatos idénticos y hasta la fecha no los he encontrado. Es más, si al aspecto exterior del calzado le sumáramos otra variable, el número o la talla, les podría decir que es una labor imposible. Llega un momento que ese envoltorio que recubre nuestros pies cobra vida propia, como si su existencia fuese independiente de las personas que se apoyan sobre ellos. Además de la forma, veo colores diferentes, adornados con diferentes tipos de cordones o colgantes decorativos, algunos permiten mostrar los pies que envuelven, otros los cubren hasta los tobillos o las rodillas, los hay sucios y lustrosos, los que han recorrido muchos kilómetros, con personalidad o insulsos. Fabricados con
materiales de origen natural o con materiales que los hacen resistentes a las inclemencias del tiempo. La variedad, me atrevería a decir, es casi infinita.

Vivimos en un mundo globalizado, donde el centro de las ciudades, excepto por los restos de nuestros antepasados, se han convertido en lugares idénticos. Se repiten las mismas cadenas comerciales, los mismos hoteles y en muchos casos, hasta los mismos platos de comida. Pero si hay un elemento diferenciador, que no distingue a las ciudades pero sí a sus ciudadanos, son los zapatos, que los identifican de forma individual y personal. Una idea me inquieta, y es que algo tan personal y tan íntimo como nuestro calzado, algo de lo que no podemos prescindir, se puede convertir en un elemento más
de control.
Creo que eso no va a ocurrir, puedo estar tranquilo, piensen que lo que les acabo de contar solo ha sido fruto de mi imaginación. Cuando me encuentro en una terraza o en el transporte público, mi mirada no solo se pierde en encontrar a dos personas con idéntico calzado. Algunas veces intento imitar a esas personas, y aunque no era una hora habitual para mí, decidí seguir sentado en mi atalaya y tomarme una cerveza mientras pensaba en cual sería mi próxima lectura.

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