¡Tenemos la clase política que nos merecemos: la peor posible!

José Manuel Otero Lastres

Se atribuye a Winston Churchill la idea de que “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. La expresara él u otro, no puedo estar más de acuerdo con ella. La propia evolución del pueblo español desde la aprobación de la Constitución en 1978 hasta nuestros días demuestra hasta qué punto es cierta.

En efecto, al fallecer Franco en 1975, los españoles de entonces se encontraron con el complejísimo problema de convenir mayoritariamente un cambio de régimen. Se trataba de pasar de un régimen autocrático a otro en el que se devolvía la soberanía al pueblo español. El reto era de envergadura, porque el remedio no consistía en que la parte más fuerte se impusiera a la otra por medio de las armas, sino de iniciar un nuevo sistema, pactado mayoritariamente en el que todos los españoles pudiéramos convivir pacíficamente y sin imposiciones.

La propia sociedad española de entonces concurrió a tan importante labor. Cada sensibilidad política, articulada a través de las correspondientes formaciones y partidos, tuvo la oportunidad de hacer patentes ante la ciudadanía cuáles eran sus esperanzas y sus propuestas en el modelo de convivencia común que se trataba de construir. Representadas por los mejores ciudadanos de entonces, las distintas fuerzas políticas elaboraron un texto Constitucional que instauró una nueva convivencia democrática en un Estado social y democrático de Derecho que situó en el centro del sistema la Ley como expresión de la voluntad popular. Desde 1978 hasta el primer lustro del presente siglo han transcurrido los que, sin duda, son los mejores años de la España moderna.

Pero esa misma sociedad que, tanto acierto había tenido para organizar su convivencia democrática, empezó a deslizarse por una pendiente muy peligrosa. Tal para olvidar la escasez de derechos de la etapa anterior, inició un continuo e imparable reconocimiento de derechos que arrumbaba los deberes inherentes a toda sociedad equilibrad, entrando en la que se ha dado en llamar la sociedad de los muchos derechos y los escasos deberes.

Creo que no exagero si digo que los ciudadanos con cierta formación intelectual que hayan seguido las intervenciones del candidato en las sesiones de investidura las habrá encontrado patéticas, de un nivel ínfimo, en las que se presentaron como esenciales problemas muy marginales, como los del feminismo o la implantación del “derecho de los niños a jugar” para que España se convierta en el mejor país del mundo para ser niño.

Imperceptiblemente, pero sin pausa, la política ha dejado de ser el arte con el que se regían los asuntos públicos en interés de la generalidad, para desembocar en lo que dijo Groucho Marx: “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”.

Por mi parte, cada vez escucho más tonterías a parlamentarios sumamente ignorantes, como un tal Rufián -que se las da de listo y ocurrente-, que llamó “Estray” a Millán Astray, y que, como toda aportación de su “brillante” intervención, dio como cierta la frase atribuida a Unamuno (“venceréis, pero no convenceréis”), cuando es sabido que su veracidad, al menos en su literalidad, ha sido fundadamente puesta en duda.

Todo lo que antecede me lleva a concluir que hoy tenemos la peor clase política posible porque eso es lo que nos merecemos al habernos convertido en un pueblo cada vez más ignorante. El fracaso del sistema educativo es indiscutible y ya puestos a pensar en los niños, el favor que podríamos hacerles, más que atender a su derecho a jugar, es darles una educación, como dice el artículo 27.2 de la Constitución, que tenga por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.

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