Aniquiladores de la personalidad

José Manuel Otero Lastres

Según el Diccionario de la RAE, «aniquilador» es el que aniquila, y «aniquilar» quiere decir «destruir o arruina enteramente» (acepción 2) o «hacer perder el ánimo» (acepción 3). Si por «personalidad» se entiende, según dicho diccionario, «diferencia individual que constituye a cada persona y la distingue de otra», todo aquel que destruya o haga perder las diferencias individuales que constituyen a cada uno de nosotros y nos hace distintos de los demás, es un aniquilador de personalidades.

Se atribuye al prestigioso biólogo británico Julian Sorell Huxley la frase «la variedad de personalidades individuales es la mayor fortuna del mundo». Estoy completamente de acuerdo. La personalidad es la base de la diferenciación y la diferenciación es la antítesis de la uniformidad. Como escribió Dale Carnegie «encuéntrate y sé tú mismo; recuerda que no hay nadie como tú». Por eso, un mundo de seres personalmente uniformes, iguales, y sin características propias y diferenciadoras, sería no solo un mundo pobre intelectualmente, sino también inhabitable, triste, sin imaginación, sin creatividad, que haría que la evolución y el progreso se colapsasen.

 Viene a cuento lo que antecede, porque, en los últimos tiempos, los continuos intentos de entronizar «el pensamiento políticamente correcto» suponen un ataque feroz contra la personalidad de los ciudadanos (lo que nos hace a cada uno diferente de los demás) e implica la puesta en marcha de un lento, sutil y asfixiador proceso de igualación a nivel intelectual. Hay quienes prefieren que, en lugar de ser distintos, seamos una gran masa de personas uniformes, que han de pensar lo mismo, decir lo mismo y reaccionar como fanáticos inquisidores contra quien pretenda y ose ser diferente. Se trata, en suma, de «aniquilar» el alma del hombre singular en sacrificio de legión amorfa de los vulgares hombres uniformes.

Por poner solo algunos ejemplos que permitan explicarme, el pensamiento uniforme, empaquetado y por dosis, lo suministran, siempre que pueden, todos aquellos que, entre otras medidas igualadores, intentan imponer un lenguaje inclusivo, defienden a ultranza el «femiprogresismo«, o se empapan de un animalismo «buenista«.

En el caso del «lenguaje inclusivo«, los aniquiladores de la personalidad parten del sofisma de que el género de las palabras sigue el mismo patrón que el género de las personas. De tal suerte que cuando se dice de una palabra que pertenece al género masculino es porque reúne los atributos del varón, mientras que si el vocablo en cuestión pertenece al género femenino es porque tiene «alma» de mujer. Nada más lejos de la realidad. La palabra «orquesta«, por ejemplo, tiene genero gramatical femenino, pero no veo en qué puede asimilarse una orquesta a la mujer. Y lo mismo cabría decir de un «piano» que tiene género gramatical masculino y no se descubre indicio alguno de su relación con el varón.

Si del «lenguaje inclusivo» pasamos al «femiprogresismo«, esto es, el feminismo radical solo a favor de las mujeres progresistas, seguimos inmersos en el mundo del disparate. Porque una cosa es estar absolutamente en contra de la violencia machista -y por qué no, también de toda la violencia, porque queda espacio en el alma para repudiar dicha conducta- y otra, muy diferente, convertir a todo varón por el solo hecho de serlo en sospechoso, aun sin pruebas, de ser un abusador en potencia del género femenino.

Y lo del animalismo «buenista» es que no tiene ni un pase. Porque, además de disparates pintorescos como el de afirmar que los gallos violan a las gallinas o que las vacas son violadas en el matadero, una cosa es que existan actividades humanas que impliquen la muerte y el sufrimiento de animales y otra muy diferente que el hombre sea cruel con ellos.

El torero o el cazador, por poner los ejemplos emblemáticos contra los que se manifiestan los animalistas, no matan deleitándose con sus padecimientos al toro o a las piezas cinegéticas. La muerte del animal es el acto final de dos actividades del ser humano, arraigadas desde siglos, van precedidas, en el primer caso, de una especie ritual a modo de danza artística entre el torero y el toro; y, en el segundo, de unos lances que requieren la puesta en juego de todos los sentidos y ciertas habilidades del cazador. En prueba de lo que afirmo, reto a cualquiera a que intente que un torero mate fuera de la corrida a un toro por el simple placer de darle muerte o a un cazador que lo haga con una pieza fuera de la caza.

Hace tiempo que soy consciente de que me debo a mí mismo, lo cual implica sentirme en la obligación de no engañarme, ni hacerlo con lo demás. Por eso, lanzo desde aquí un grito desesperado a favor de la libertad, a favor del libre desarrollo de la personalidad y de rechazo y repulsa contra todos esos guardianes del totalitarismo que llevan tiempo afanándose en aniquilar lo que nos hace diferentes.

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