Enfrentarse a la vida

Pedro Sande García

Fue el 12 de diciembre cuando se publicó mi última crónica en este diario, desde aquel día, hace más de un mes, ha pasado el tiempo sin que las palabras volvieran a brotar. He decidido dejar de buscar al responsable ya que siempre que lo hago llego al mismo destino, el que se divisa cuando miro a un espejo. La búsqueda de un culpable no resuelve nada y solo genera una enorme frustración que puede llegar a convertirse en angustia. Creo que lo que tengo que hacer es volcar las palabras que navegan por mi mente en una cuartilla de papel, y dejar que allí reposen hasta que decida que son dignas de leer por parte de ustedes. A nuestro torbellino de palabras le ocurre lo mismo que a los manantiales cuando la falta de lluvia o el fin del deshielo provoca tiempos de sequía.

Desconozco cuales son las causas que provocan que las palabras se marchiten y dejen de brotar, quizás tengamos que proporcionar nutrientes a nuestra imaginación, de la misma manera que el agua lo hace con el reino vegetal. Creo que también deberíamos de proveernos de la calma con la que el manantial aguarda que el agua vuelva a manar. Me gustaría que las palabras me atrapasen con la misma vehemencia que cuando el silencio se quiebra por el tañido de las campanas, o como cuando el despertar del día nos inunda de ruidos y colores que nos hacen vibrar.

Esta sequía en mis palabras ha coincidido con un mes de diciembre, de nuevo el mes de diciembre, en el que la vida de los míos y la mía misma se ha visto zarandeada por uno de esos terremotos que en algunas ocasiones asolan nuestra existencia. Fue en los últimos días del año que se cerró y en los primeros del año nuevo cuando descubrí que vivimos sujetos por unas amarras que, de la misma manera que los cabos enroscados en los noráis sujetan con firmeza a las naves que se balancean sobre el mar, nos permiten mantener en equilibrio el balanceo de nuestras vidas. Son escasas y cada uno de nosotros tiene las suyas propias. Nos ayudan a mantener la armonía y el sosiego, y con el tiempo nosotros nos convertimos en parte de una de esas amarras. Cuando una de ellas se rompe nos produce una sensación de desasosiego y de vacío que solo desaparece si nos sujetamos con más firmeza al resto de amarras que nos sostienen.

Tenía una de ellas resquebrajada y fue en el mes de diciembre cuando se rompió de manera definitiva y dejo de sujetarme. Miré hacia arriba y vi que una de mis referencias, la de mis mayores, la de aquellos que a lo largo de mi vida me habían sujetado con firmeza, se había quebrado. Sentí, y sigo sintiendo, un vacío enorme, tengo miedo al futuro, de repente y sin que estuviera preparado he empezado a percibir que soy parte de una de esas amarras que, de manera irremediable, también se romperá. Debo enfrentarme a la vida de una manera diferente, sé que con el tiempo el equilibrio y la armonía regresarán, y tengo que sujetar con más firmeza la cuerda de la que formo parte, alguien allí abajo me está observando. Hacer esto y mirar con esperanza el resto de amarras que me siguen sosteniendo hará que piense en el futuro con mayor ilusión, el sosegado equilibrio con el que me mantienen esas amarras eliminarán el vacío que tanto desasosiego me produce. Y el agua volverá a brotar en los manantiales. 

No quiero finalizar esta crónica sin antes citar unas entrañables palabras que una amiga escribió cuando el terremoto sacudió la vida de los míos el pasado mes de diciembre: Querida amiga. Me acabo de enterar que el marino en tierra, el hombre fuerte, curtido en mil batallas…hoy cogió su cuadrante, su sextante y emprendió viaje. Demasiado tiempo en tierra.

Me van a permitir que dedique este artículo, de una manera muy especial, a aquella persona con la que empezó mi afición por la escritura, cuando escribía en la palma de su mano.

Para terminar solo me queda rogarles que se cuiden.

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