Sabores ártabros-¡Pero mira que nos gustan las polémicas!

José Perales Garat

¡Pero mira que nos gustan las polémicas a algunos! Más allá de que me haya posicionado (de forma más bien tibia, por cierto) por ciertas elaboraciones de Ferrol, considero que nadie debería sentirse ofendido por la mera expresión de mis gustos personales; incluso en mi familia hay quien emite un desagradable bufido ante aseveraciones inofensivas en relación a diferentes alimentos o formas de prepararlos.

Algunos habréis observado en las redes sociales que en eso de la tortilla de patatas hay dos grandes corrientes (los cebollistas o con-cebollistas y sus encarnizados enemigos los sin- cebollistas) que, en lo que a mí respecta, generan una polémica artificial, cuando lo verdaderamente importante de una buena tortilla es el punto de cuajado del huevo. Con esto de las tortillas pasa como con lo de las calles peatonales: tú quieres aparcar y quieres pasear, al menos si eres poseedor de un utilitario, y casi cualquiera debería ser capaz de comprender (a poco que se esfuerce) que las calles de paseo no son las mismas calles donde se aparca.

Cuando eres un radical niegas cualquiera de los puntos claves de ambas opiniones (la conveniencia de que existan espacios exclusivos para un reposado caminar y la imposibilidad de meter el coche en tu dormitorio) y acabas no aceptando que alguien te exprese que los mejores cruasanes de Ferrol son los de Stollen, concretamente los minicruasanes de mantequilla: hasta ese punto llega nuestra pasión.

Así han empezado los debates más enconados de la historia de la humanidad, como el de la gallina y el huevo: París (la confitería) tiene merecida fama de ser el sitio donde se hacen los mejores cruasanes, El Horno de San Amaro vive ajeno al estrellato y consigue una receta inmejorable, Sanbrandán se suelta con los Riquiños y sus coberturas y jugosidad que nadie discute aunque duelan un poco las arterias… y ya tenemos la polémica servida, continuación de la de los churros y la de las tortillas, como si no hubiera gustos para todos, máxime teniendo en cuenta que los vieneses y los de Paris (la ciudad de las luces) siguen sin dirigirse la palabra a cuenta de la invención del tema.

Pero no vais a conseguir que me centre sólo en artículos incontestables en los que diserte acerca de la superioridad mundial de las palmeras de chocolate de Gascón, esas que llegada cierta edad son proscritas por cardiólogos de todo el mundo; no, lo siento: en el debate se genera el conocimiento, y es posible que pronto surjan nuevos contendientes en la liza por alzarse con el cetro de uno de estos productos, como ha surgido El Horno de San Amaro para discutirle el predominio del pan al Horno de Joane, tema que no os recomiendo ni mencionar si os encontráis con un joanista.

Y precisamente por eso no seguimos en las cavernas, bueno… también por otras cosas, aunque os exhorto a no cejar en vuestras convicciones, aunque se agradecería no emitir frases del tipo “no tienes ni idea” o “no sabes de lo que hablas”, por más que os digan que hay calamares mejores que los del Sarga o chipirones mejores que los de El Trilli, no vayáis a asistir a un suceso tan peliagudo como el que presencié yo, años ha, en una cafetería de
Madrid.

Desayunábamos en una cafetería capitalina con esa somnolencia que no se saca con el primer café, masticando con gesto camellil una de esas tostadas que ponen en Madrid que te dejan más bien poco satisfecho, unos compañeros de trabajo y el que suscribe, cuando la responsable del servicio anunció con su alegre acento caribeño que ya habían llegado las porras. Uno de los locales, con esa suficiencia con la que tantas veces nos tratan los castizos a los provincianos, le dijo a mi amigo Pepe, asidoniense de Medina Sidonia, que es precisamente de donde son los asidonienses:

– ¿Qué, estos churros no se los ponen a usted en Cádiz, eh?

A lo que él contestó desde sus ciento noventa centímetros y firmemente aposentado en sus  más de cien kilos de parsimonia andaluza y en sus propias convicciones:

– Es que si me los ponen, se los tiro a la cara.

Y, entre nosotros, he de confesaros que, desde ese momento, sus relaciones interpersonales se vieron seriamente dañadas, porque Pepe jamás pudo perdonar la comparación, y supongo que al madrileño tampoco le parecerían del todo bien ni la mirada de desprecio ni las risas de todos los concurrentes.

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