Sabores ártabros-Octubre

José Perales Garat

Octubre era el octavo mes hasta que los romanos decidieron meter en medio del calendario los meses de julio y agosto en honor a esos césares que se cargaron la república pero que a cambio conquistaron la Hispania y empezaron ese proceso de romanización que tantas cosas nos dio. Y ya es raro que los romanos -que, como todo el mundo sabe, estaban locos- no dedicasen los meses del séptimo al décimo a nada ni a nadie, pero no es momento ahora de lamentarse por ese tipo de asuntos, teniendo tantas cosas que decir del mes católico del Rosario.

El décimo mes del año nos coge ya como cansados, y encima comienzan las lluvias y los fríos, que nos traen los arriados solemnes en Capitanía, esas setas que poco a poco van entrando en nuestras vidas gracias a la sociedad micológica Viriato (que ha celebrado sus trigésimo cuartas jornadas micológicas de Ferrol) hasta el punto de que ya no nos parezca raro que nos pongan setas de monte en un plato o que Casalexo celebre otra vez esas jornadas gastronómicas que tanto nos deleitan a los que sentimos placer con lo fúngico.

También está el tema del Tapéate Ferrol, que ya ha sido convocado y anunciado para el 10 de noviembre, y luego lo de Todos los Santos con sus buñuelos, sus huesitos, el magosto con sus castañas, el escaparate otoñal de Gascón con sus erizos y -loado sea el Hacedor- los primeros cuchareos serios: lentejas, fabada, callos, bacalao con garbanzos y esas primeras nabizas que empiezan a hacer acto de presencia siendo cómplices necesarios de las abuelas que nos cuidan con hirvientes tazas de caldo gallego, demostrando que octubre es el mes en el que renacen las legumbres y en el que ya no nos importa tanto la presencia de una lorza más o menos en nuestro lomo.

Yo echo de menos más estacionalidad en la oferta hostelera, pero puedo anticipar la respuesta que yo daría a un aporreador de teclas si osase cuestionar mis menús, por lo que no voy a entrar en temas vedados como la ausencia de caza en nuestros fogones, la ausencia de jornadas de cocina de temporada o la ausencia en muchas propuestas de algo de ese cuchareo que tanto alegra los pucheros; gracias a Dios, tengo la capacidad de preparar algunos de esos platos con cierto garbo, y entre mi mujer, mi madre, mi suegra y varios amigos, conocidos y familiares, me suelo echar al coleto unas buenas fabas de Lorenzana, ocasionales judiones de La Granja, excelentes lentejas pardinas de la Tierra de Campos o unas buenas fabes asturianas, con sus correspondientes y suculentos acompañantes, claro, que varían tanto como la imaginación de los que preparen las legumbres.

Leía el otro día un artículo acerca de un mesón que habían abierto no muy lejos de nuestras costas ártabras, ilustrado con una decoración que adiviné como el sendero a seguir por los responsables de relanzar la cocina enxebre de Galicia: los platos y utensilios colgados de las paredes, el mobiliario, la cubertería, la vajilla y la cristalería, e incluso la pintura, te transportaba a esa Galicia romántica del XIX, como si estuvieras cenando en la mesa de al lado de Rosalía de Castro, y todo mi octubre empezó a cobrar sentido en un local coqueto, elegante, sobrio, con luces tenues, con una crepitante chimenea y su olor a pino, carballo y eucalipto, y por supuesto con guisos cocinados en una lareira a fuego lento, con sus correspondientes hojas de laurel y ese amor que sólo se demuestra con dedicación.

El nogal del jardín sigue luchando con esa tinta que lo priva de sus mejores nueces que, ennegrecidas, caen entre las hojas de los plátanos. La parra ya está amarilleando y varios racimos de uvas ya arrugadas cuelgan de sus sarmientos como una grotesca sombra de lo que fueron, el viento del sur trae la enésima tormenta, el siguiente vendaval, los rayos y las lluvias torrenciales, pero también nos traen los arcoiris; octubre es un mes de cambios, de muchos cambios: la ropa, el tiempo y la comida nos alejan tanto del verano que ya ni lo añoramos, sino que anhelamos el siguiente. El olor de las castañas evoca nuestra niñez en la Calle Real, y esos recuerdos son arrastrados llevando a los más pequeños a tomar el primer chocolate con churros en mucho tiempo. Su mano en la nuestra es parte de un ciclo que permanece inalterable cambiando siempre, como hace ese tiempo que empieza a incomodarnos y nos encierra en casa.

Este domingo cambió la hora y salió el sol, y sus tímidos rayos jugueteaban entre las ramas con las hojas mecidas por la brisa. En unos días cargaremos las cestas y saldremos a buscar setas, volveré a encargar jabalí, me haré con algo de miel y de ese requeixo de la Capela que ya ha traspasado nuestras fronteras, y encararé el otoño aún a sabiendas de que el mal tiempo sólo está empezando. ¿El mal tiempo? No sé qué decir: Me encanta octubre, adoro los niños con botas de agua saltando en los charcos, los abrigos recuperados del armario, los coloridos chubasqueros y paraguas, con su estridencia y con su discreción, con el ulular del viento y el silencio en las calles, con los colores de las hojas antes de caerse, como un permanente recuerdo de que todo acaba y empieza siempre, como el fluir de esos arroyos que saltan alegres después de pasar el verano apaciguados, o como esas enredaderas que se abrazan a los álamos como hacemos nosotros a la luz del fuego.

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