Crepúsculo de un matrimonio de conveniencia

Federico Quevedo-(El confidencial)-DOS PALABRAS

En la iconografía imaginaria de la revolución socialista el banquero -al igual que el empresario- es representado como una especie de vampiro obeso, grasiento y cruel que chupa la sangre de los ciudadanos de bien para alimentarse él, y sus hijos, y los hijos de sus hijos, explotando a los más pobres y desfavorecidos hasta el extremo. El capitalismo moderno consiguió humanizar la figura del empresario-banquero y la socialdemocracia aceptó un modelo de relaciones económicas basado en un capitalismo intervenido como mal menor en la medida que, a su vez, permitía financiar unos niveles suficientes de Estado de bienestar que compensaban esa ‘cesión’. Ese equilibrio venía funcionando, más o menos aceptablemente, hasta que esta crisis ha hecho saltar todo por los aires, y en la medida en que el Estado de bienestar ha dejado de ser del todo eficaz y se ha roto ese equilibrio se ha vuelto a desatar la ira de la ciudadanía hacia las clases más pudientes.

Dicho simple y llanamente: mientras los ciudadanos tenían cubiertas todas sus necesidades básicas no les importaba que los más ricos hicieran ostentación de su nivel de vida, que incluso se convirtió en modelo a imitar financiado por los bancos, pero, en cuanto han empezado a faltar esas necesidades básicas, aquellos a los que antes se admiraba son ahora odiados. La socialización de la economía ha permitido sin embargo que al empresario, sobre todo al pequeño y mediano y al autónomo, se le siga viendo como un igual que también sufre las consecuencias de la crisis, de modo que la ira se canaliza fundamentalmente hacia aquellos a los que se responsabiliza principalmente de la situación, es decir, los banqueros que nos han prestado el dinero para financiar un disparatado nivel de vida y quienes les han amparado durante décadas y décadas: los políticos.

Lo paradójico del asunto es que el modelo de capitalismo intervenido que ha caracterizado nuestras sociedades ha creado al mismo tiempo unos mecanismos de dependencia imposibles de romper salvo que alguien decida entrar en un convento de clausura o convertirse en ermitaño; de tal modo que los mismos que ahora reclaman, como en los orígenes de la Revolución, el final de los banqueros y, prácticamente, su condena a perpetuidad porque el fusilamiento está mal visto, son los mismos que al salir de su casa para acudir a una concentración de Stop Desahucios pasan por el cajero automático más cercano con el fin de sacar el dinero necesario para las compras del día, o entran en su sucursal para aclarar algún asunto relativo a su cuenta corriente.

Nadie entendería una sociedad sin entidades financieras porque, entonces, dónde nos harían las transferencias de las nóminas o dónde domiciliaríamos los recibos de la luz, el agua o el teléfono móvil, o a quién le pediríamos un préstamo para comprarnos un coche e, incluso, una casa. Los bancos necesitan clientes y los ciudadanos necesitan bancos. Pero el problema es que se ha roto el equilibrio, y mientras las entidades financieras son apuntaladas con ingentes cantidades de recursos públicos para evitar su quiebra, a los ciudadanos se les hurta el acceso a las necesidades básicas, entre ellas la vivienda. Esta crisis, en la que llevamos inmersos desde hace ya un lustro, tiene un origen sistémico estrechamente vinculado al sector financiero, al modo en que éste burló en unos casos los mecanismos de regulación y se sirvió de ellos, en otros, para utilizar a los ciudadanos como conejillos de indias de productos dirigidos a engordar más y más las cuentas de resultados sin preocuparse de las consecuencias.

Y quienes debían de haber sometido a una estrecha vigilancia y control al sistema financiero, es decir, la clase política dirigente y los organismos de regulación dependientes de ella -los bancos centrales-, o bien hicieron la vista gorda o directamente participaron de ese modelo de moderna usura. Y es que el grado de connivencia entre la clase política dirigente y el sistema financiero ha sido tal que la primera se encuentra prácticamente en manos de la segunda y es incapaz de adoptar ninguna de las medidas que tendría que adoptar pensando en el interés general y en el bien común si éstas, a su vez, pudieran perjudicar al sistema financiero. Es más, dándole la vuelta al argumento podríamos afirmar que la clase política ha acudido en auxilio del sistema financiero tomando decisiones que, de una u otra manera, han tenido un impacto negativo sobre el interés general y el bien común, al que se supone que están obligados a servir.

Y no hablo solo de España: desde que estalló la crisis de las subprime y quebró Lehmann Brothers todos los estados han dedicado cantidades ingentes de recursos públicos para sostener a sus bancos, recursos que inevitablemente han tenido que detraer de otras partidas presupuestarias, rompiéndose así ese equilibrio entre generación de riqueza y Estado de bienestar sobre el que habíamos asentado nuestro modelo de convivencia occidental, conduciendo además a una de las grandes paradojas del ‘capitalismo ideológico’: se demoniza el ingente gasto público en servicios a los ciudadanos, pero al mismo tiempo se bendice ese mismo gasto público dirigido a apuntalar el sistema financiero.

¿Debe desaparecer el sistema financiero?

A nadie se le oculta que esta crisis está modificando todos los parámetros conocidos hasta ahora. Nada será igual en el futuro, y probablemente una de las cosas que cambiarán es ese matrimonio de conveniencia que ha habido durante décadas entre la clase dirigente y el sistema financiero. Es inevitable que la primera, en aras del interés general y obedeciendo al mandato de la soberanía nacional, seque los vasos comunicantes que la unían al poder financiero y que, de alguna manera, han actuado como factor de corrosión de los lazos democráticos entre el poder político y el pueblo soberano. Si no es así, el grado de desafección de la ciudadanía hacia la clase dirigente será tal que acabará poniendo en peligro la supervivencia del sistema democrático.

¿Significa esto que debe desaparecer el sistema financiero? En absoluto. Como he dicho antes, se han generado unos grados de dependencia tales que lo hacen imposible y, además, el sistema financiero ha contribuido en gran medida al desarrollo y al bienestar social. Pero es evidente que deben cambiar las reglas por las que hasta ahora se ha regido la relación entre la banca y los ciudadanos, deben mejorarse los mecanismos de regulación del sistema, y si eso significa una ruptura entre la clase dirigente y el poder financiero, bienvenida sea. Lo que no cabe es que, presionado todavía por ese poder financiero, un Gobierno se quede a medias a la hora de legislar en algo tan sensible como el problema de los desahucios bajo la excusa de que ir más allá les crearía un problema añadido a los bancos…

¿Y? En primer lugar, esa afirmación es muy dudosa porque no estamos hablando de la generalidad de las hipotecas sino de un número muy determinado que afecta a familias en situaciones extremas más allá de los límites aprobados por el decreto del pasado jueves. Y, en segundo lugar, volviendo a la esencia de esta columna, a los ciudadanos ya se nos han creado muchos problemas añadidos que seguramente hubieran sido menos de no haber tenido que salir en auxilio de quienes ahora niegan el suyo. El Gobierno tiene que pensar de qué lado está. Ha dado un segundo paso -el primero lo dio con el Código de Buenas Prácticas-, y ya es mucho más de lo que hicieron otros que ahora se quieren poner delante de la manifestación, pero es a este Gobierno al que le toca la responsabilidad de asumir si quiere seguir dependiendo del sistema financiero o se pone del lado de la ciudadanía, y tiene una oportunidad de oro en la tramitación parlamentaria del Decreto para decantarse.

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