«Vir bonus dicendi peritus»

Amando de Miguel

Me permito el titular con un famoso latinajo, por ser una maravilla de concisión. Es así como define Catón el Viejo la figura del hombre público: «Un hombre honrado diestro en el arte de hablar en público». El hombre público de su tiempo era sobre todo el orador del foro; hoy lo sería el político o el sindicalista delante de una cámara de televisión o un micrófono.Si Catón levantara la cabeza se  quedaría patidifuso.

El otro día, en una tertulia política de la televisión, un representante del Partido Socialista, encargado de los asuntos culturales, repitió con insistencia lo de «los ratios». Lo siento, compañero. Debe decirse «las ratios». Y mejor todavía, «las proporciones, los índices, las razones, los cocientes». En otra tertulia un alto cargo del Ministerio de Educación repitió también lo de «los currículums». Con lo fácil que hubiera sido decir «los currículos» o «los currículum». No sé cómo vamos a adiestrar a los mozalbetes si las autoridades educativas hablan tan mal.

Más grave fue la afirmación del oscense Josep Antoni Duran i Lleida (de soltero José Antonio Durán y Lérida) cuando se refirió al diputado Santiago Cervera como «presuntamente inocente». Esa calificación la he oído más veces en algunas tertulias; no es lógica. A ver si nos aclaramos. La inocencia no se puede presumir porque no se puede probar. En los litigios penales el encausado es declarado culpable o no culpable. Si se dice «inocente» se está falseando la lógica. Antes de la sentencia, los jueces, fiscales y abogados presumen que el acusado no es culpable. Solo así puede haber un juicio justo. Lo malo es que en la práctica a ese ejercicio se le llama «presunción de inocencia». Mal dicho. Por otro lado, esa presunción debe obligar solo a los jueces, fiscales y abogados que intervienen en el proceso judicial. Los demás podemos opinar lo que nos dé la gana.

Tampoco es que los jueces sean claros en sus declaraciones. Hace poco Joaquín Bosch, de la asociación Jueces para la Democracia, espetó ante el micrófono de la tele: «La finalidad de las reformas no tiene una finalidad…». En ese momento zapeé de canal.

Ya no me acuerdo quién dijo el otro día en la radio (era una autoridad) que no sé qué informe era «muy exhaustivo». Supongo que cabe la posibilidad de que hubiera sido poco exhaustivo o incluso nada exhaustivo. Lo que me pone realmente enfermo es lo de los «parámetros». Se trata de una figura matemática muy precisa, normalmente una constante que puede recibir distintos valores. Pero en boca de nuestros hombres públicos (y mujeres públicas, claro) puede equivaler a un abanico de significados: circunstancias, consideraciones, datos, mediciones, factores, etc.

Lo que pasa es que queda uno bien ante ese palabro. Es un ejemplo de lo que el otro día llamábamos aquí hipersemia o semiorrea. Es decir, significa tantas cosas distintas que acaba por no querer decir nada.

De la tradición romana nos queda la costumbre de introducir en el lenguaje de los hombres públicos multitud de términos jurídicos. Vayan estos por delante para hacer boca: «Habida cuenta», «de obligado cumplimiento», «sin que sirva de precedente», «considerando». Puede que también sea una muletilla del foro esa de «dicho lo cual», que con tanto cariño han acogido los tertulianos.

Hay un verbo coloquial muy expresivo que es cabrear, algo así como enfadar o poner de mal humor en grado superlativo. Lo curioso es que algunos remilgados añaden «perdón por el término». No sé por qué hay que pedir perdón, pues no es una palabra malsonante; no se vincula a ninguna raíz de tipo sexual o escatológico. Aun así, si a usted le sigue sonando mal, diga «encocorar», que resulta más fino. Equivale al gesto de levantar el dedo meñique cuando se lleva uno a la boca una taza de café.

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