Por qué Cristina Cifuentes tiene razón

Federico QuevedoFederico Quevedo-(el confidencial)

Yo he sufrido escrache. Fue hace muchos años, cuando vivía en el País Vasco: un grupo de energúmenos vinculados a Herri Batasuna me acompañaban cada día del colegio a casa llamándome de todo menos bonito. Mi amigo Gonzalo Durán, alcalde de Vilanova de Arousa, dice que el escrache tiene su origen en la novela La Casa de la Troya, de Alejandro Pérez Lugín, sólo que en esa historia que sumerge al lector en la tierra gallega, el escrache tiene un fondo más vinculado con el cachondeo que con el acoso. Lo que yo viví era acoso, con todas las letras, y la diferencia con el escrache radicaba en la absoluta ausencia de popularidad y vinculación política por mi parte.

Pero el escrache es eso, el acoso sistemático a una persona dedicada fundamentalmente a la política o con una popularidad que le hace susceptible de ser objeto de los dardos envenenados de un grupo de gente que busca torcer la voluntad del acosado. En sí mismo, más allá de cualquier otra reflexión sobre las razones que conducen al escrache, se trata de un acto profundamente antidemocrático desde cualquier punto de vista.

Cualquiera que se sienta demócrata, cualquiera que crea en la libertad de pensamiento, de elección, de opinión, no puede respaldar ni comprender que se practique el escrache contra nadie, y aún menos contra quienes tienen depositada la voluntad popular a través de las urnas y representan, por lo tanto, a millones de personas. Sin embargo, parece que cualquier aspirante a columnista de pro se siente en la necesidad de defender lo indefendible, a ver si de esa manera le reclaman en Sálvame o termina saltando de algún trampolín mediático, aunque para ello tenga que hacer gala de energúmeno oficial en el reino de los chiflados.

Verán, la defensa de una causa justa no da derecho a cualquier cosa, no otorga impunidad para saltarse la ley ni para ir en contra de los principios más elementales sobre los que se levanta un Estado de Derecho. Cuando se transgrede la ley, cuando se traspasa la línea roja que separa a un demócrata de un totalitario, es fácil confundirse con el marasmo de movimientos antisistema, radicales, proetarras que pueblan ese lado oscuro del totalitarismo, sea del color que sea. Los ideales, las causas y los valores revolucionarios están muy bien siempre que su defensa se practique desde el respeto a las reglas del juego democrático, pero cuando se violan esas reglas los ideales, las causas y los valores revolucionarios se convierten en enemigos de la libertad y en apóstoles del miedo.

Yo tenía miedo. Lo tenía porque era un chaval, incapaz de defenderme, y porque no era libre. A eso conduce el escrache, al miedo. Si hacemos un repaso histórico, todos los movimientos totalitarios se han levantado sobre los cimientos del miedo, incluso del terror. En el País Vasco se sabe mucho de eso, por eso es comprensible que quienes han vivido la experiencia del miedo, y la ausencia de libertad a la que conduce, identifiquen el escrache con lo que ha sido la práctica habitual durante tantas décadas en Euskadi.

¿Significa eso que Ada Colau, principal impulsora de este movimiento dentro de la plataforma antideshaucios, es una filoterrorista? No, pero se le parece sospechosamente. El hecho de que haya aparecido de repente, como surgida de la nada, para convertirse de un día para otro en una lideresa del pueblo que ocupa portadas de periódicos y programas de televisión, dice mucho de cómo se fabrican estos fenómenos, que igual acaban haciéndole compañía a Otegi en una celda o a Falete en el trampolín de la muerte.

Pero mientras su destino de infla y se desinfla según convenga a los intereses publicitarios de la tropa mediática, el daño que se hace al sistema democrático puede acabar siendo irreparable. Bien lo saben todos esos cretinos que la aplauden porque en el fondo lo único que les interesa es hacerle el juego a esta oportunista okupa catalana aterrizada en Madrid con el único y definitivo objetivo de ser la mosca cojonera del PP. No sé si Cifuentes tenía o no razón, pero puestos a elegir me quedo con la razón frente al impulso antidemocrático. El tiempo dirá si me equivoco o no.

 

 

 

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