Oficinitas

Gabriel ElorriagaGabriel Elorriaga Fernández-(diario crítico)

Algunos medios acostumbran llamar «embajadas» a las oficinitas que varias Comunidades Autónomas mantienen en el extranjero para apoyar a su turismo o a sus intercambios comerciales. En ocasiones se habla de «paradiplomacia». El equívoco parte de no saber lo que es una embajada, ni tan siquiera un consulado. Las embajadas son órganos de representación estatal cuyo titular, acreditado mediante cartas ante el Jefe del Estado del país de acogida, goza de consideración oficial al máximo nivel como representante único y, tanto él como los colaboradores de su misión, están acreditados como personal diplomático y disfrutan de las facultades y privilegios para cumplir su cometido en reciprocidad a las que se conceden,  en nuestro país, a los representantes del suyo. La sede de la embajada goza de extraterritorialidad, es decir, es inviolable y es, simbólicamente, un trozo de España en el exterior. Los documentos y materiales diplomáticos viajan sin control, por valija, y los diplomáticos plenipotenciarios están facultados para firmar tratados y convenios internacionales. Los consulados facilitan documentos legales y pasaportes y actúan como notarios para dar fe de la situación jurídica de los ciudadanos residentes en el exterior. Además de todo ello, las embajadas cuentan con funcionarios especializados en diversas materias, economía, defensa, trabajo, información o cultura, procedentes de la cantera profesional del Estado. Los edificios diplomáticos poseen la dignidad y seguridad propia de su representación y, en muchas ocasiones, ostentan en depósito piezas valiosas del patrimonio nacional.

Embajadas ridículas

Que haya regiones que quieran complementar la labor diplomática con sus oficinas de apoyo a aspectos parciales de su peculiaridad está en su derecho pero llamarlas «embajadas», aunque sea entre comillas, bordea lo ridículo. Ni poseen acreditación diplomática, ni se conoce el nivel de su personal, en ocasiones puros «enchufes» de familiares o amiguetes, ni poseen extraterritorialidad ni capacidad jurídica alguna. En estos tiempos de crisis, las Comunidades Autónomas poseen alrededor de 250 de estas oficinas en el exterior. Cataluña 63 y Madrid una, por ejemplo. Asturias 28 y el País Vasco 23. Navarra y Baleares se conforman con una y Aragón tiene 41. La disparidad de las cifras obedece a criterios singulares que los promotores sabrán en que se basan. El Tribunal Constitucional sentenció, en 1.994, que eran «necesarias o, al menos, convenientes» siempre y cuando «no impliquen el ejercicio de un «ius contrahendi«, no originen obligaciones inmediatas y actuales frente a poderes públicos extranjeros, no incidan en la política exterior del Estado y no generen responsabilidad de éste frente a Estados extranjeros u organizaciones inter o supranacionales». Es decir, que no sirven para nada importante.

Coste desmesurado

Las críticas a esta proliferación de oficinitas, generalmente escasas de personal y espacio, no provienen tanto del reconocido derecho a promocionar atractivos locales en el exterior sino de su coste desmesurado en una época que hace difícil justificar la inversión en órganos superfluos y de dudosa utilidad. Son los electores de cada Comunidad los que tienen que juzgar si deben confiar su voto a políticos que prefieren gastar los fondos públicos en estas oficinitas en vez de en asuntos sociales más acuciantes. No parece que la llamada, hiperbólicamente, «acción exterior» de las Comunidades sea un objetivo prioritario y quizás sería más eficaz agrupada y coordinada por las verdaderas embajadas oficialmente acreditadas.

El tema, pese a su aparente inocuidad, crea alguna dificultad o disfunción en la unidad de acción de las misiones exteriores conjuntas de un Estado que dispone de una diplomacia secular y prestigiosa, pero no pasa de ser un asunto discutible y matizable. Pero alcanza niveles de ridiculez cuando en Cataluña hay quienes pretenden calificar a estas oficinitas como «estructuras de Estado».

Pensar que en unos apartamentos alquilados en Nueva York, en Hong Kong, Sao Paulo o Miami, sin olvidar Londres, Paris y Berlín, se desarrollan «estructuras de Estado», según el saber y entender de un personal improvisado, sin cobertura diplomática, ni relaciones oficialmente establecidas, mientras la Generalitat se ve en dificultades para pagar los servicios esenciales de su competencia, no es solo un dispendio económico sino una tomadura de pelo, en este caso, a los electores catalanes.

 

 

 

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