Las cadenas invisibles que nos quitan libertad

Juan Julio Alfaya

El suicidio consiste en acabar con la propia vida tomando una sobredosis de psicofármacos, ahorcándose, tirándose desde la ventana de un piso no demasiado bajo, cortándose las venas (las mujeres) o pegándose un tiro en la sien o en el cielo del paladar (los hombres). Al menos estas son las formas más habituales de suicidarse, aunque hay muchas más. Pero existe otra forma de suicidio muchísimo más extendida y que nunca es noticia. Sucede cuando la persona va autodestruyéndose poco a poco, día a día, algo así como irse envenenando con pequeñas dosis de matarratas en el café con leche del desayuno. Esta forma de suicidio a plazos recibe varios nombres. Freud la llamaba masoquismo moral.

Estas personas que viven autodestruyéndose, o dicho de una forma más literaria, suicidándose poco a poco o a plazos, se denominan personas autodestructivas. Se caracterizan por la elección recurrente de relaciones dañinas: parejas narcisistas, psicopáticas, infieles, derrochonas o maltratadoras; amistades fanáticas, intolerantes, adeptas a orientaciones religiosas, sectas o ideologías cargadas de resentimiento y negatividad. Las personas autodestructivas suelen tener hábitos rayanos a la paranoia. Necesitan crearse enemigos a los que atacar y de los que defenderse para no afrontar sus propios problemas mentales o emocionales. La proyección es, quizás, el mecanismo de defensa más antiguo de la humanidad y es el más practicado por la inmensa mayoría sin reconocerlo como tal. Adán culpa a Eva, Eva a la serpiente, y la serpiente no sabemos a quien culpa porque los reptiles no hablan.

La indefensión aprendida

Otra forma importante del suicidio a plazos es la indefensión aprendida. Martin Seligman fue el primero en realizar experimentos sobre la indefensión aprendida y su relación con la depresión. Un depresivo es, en la mayoría de los casos, una persona que no ha aprendido a defenderse, o no se atreve a hacerlo o, cuando trata de defenderse, lo hace de una forma repetitiva y desproporcionada.

Jorge Bucay describe perfectamente la indefensión aprendida mediante el cuento del elefante encadenado:

elefante encadenado

“De pequeño me encantaba el circo. Me encantaban los espectáculos con animales, y el animal que más me fascinaba era el elefante. Me impresionaban sus dimensiones y su enorme fuerza. Sin embargo, después de la función, cuando salía de la carpa, me asombraba ver el animal atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que le aprisionaba una de las patas. La cadena era gruesa, pero la estaca era un pequeño trozo de madera clavado a pocos centímetros de profundidad. Era evidente que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo, podía tirar de aquel tronco y escapar.

—¿Por qué no la arranca y huye? — pregunté a mis padres.

Me contestaron que era porque estaba amaestrado. La respuesta no me satisfizo. “Si estaba amaestrado, ¿por qué lo tenían atado?”, le pregunté a parientes y maestros. Pasó mucho tiempo hasta que alguien muy sabio me dio una respuesta convincente: “El elefante del circo no se escapa porque está atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño”.

Seguro que el animal tiró y tiró intentando liberarse. Debía terminar el día agotado porque aquella estaca era mucho más fuerte que él. Al día siguiente debía volver a probar sin obtener resultados y al tercer día igual. Y así hasta que un día terrible el elefante aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Desde entonces, el elefante tenía grabado el recuerdo de su impotencia. Y lo que es peor, nunca más volvió a cuestionarse ese recuerdo y no volvió a poner a prueba su fuerza”.

La indefensión aprendida no es algo exclusivo de los animales. Es normal que las personas con graves trastornos emocionales no sepan defenderse o que, a veces, lo hagan mediante reacciones desproporcionadas frente a determinadas palabras o actos que ellos perciben como malintencionados. Una vez fui terriblemente insultado por una señora mayor a quien le cedí mi asiento en el autobús. Esa mujer probablemente vivió su niñez atada a la pequeña estaca del elefante y de mayor se olvidó de que era libre y de que la gente no tiene la culpa de la cárcel psicológica en la que ella fue encerrada por sus padre o educadores.

Las creencias limitantes

Podemos pasar nuestra vida encadenados a esas estacas invisibles que nos quitan libertad. Son nuestras creencias limitantes. Una gran parte de nuestros pensamientos se organizan y estructuran formando sistemas de creencias que constituyen una especie de «credos» personales, aunque, en realidad, son más bien «anticredos», como lo es este decálogo negativo que pongo de ejemplo:

1. No merezco…
2. No puedo…
3. No tengo derecho a…
4. No valgo para…
5. Es imposible conseguir…
6. Soy incapaz de…
7. Es difícil hacer…
8. No es correcto
9. No está bien…
10. La culpa la tiene…

Las creencias son conjuntos de ideas que tenemos sobre el mundo, el futuro y nosotros mismos, y actúan creando suposiciones y prejuicios que determinan la forma de sentir y de pensar, condicionando la actitud y los procesos de toma de decisiones. Las creencias limitantes son muy difíciles de erradicar, pues todo intento de clarificación sobre las mismas suele ser vivido como una amenaza a un yo de por sí débil o una intromisión en la intimidad de la persona. Como bien decía Albert Einstein: «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».

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