De la inferioridad a la femineidad

Enrique Barrera Beitia

Decía Einstein que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio, y estos son especialmente peligrosos cuando están revestidos de un barniz científico. Es el caso de los prejuicios anti-feministas incubados en los siglos XIX y XX que parecían definitivamente enterrados, y que han vuelto a aflorar estos últimos años.

Tenemos que identificar el arranque del “antifeminismo científico” en el británico Francís Galton (1822-1911), un individuo que poseía notables conocimientos en diversas disciplinas, y que los puso al servicio de sus prejuicios raciales y de género.

«El carácter de la mujer es caprichoso, coqueto y falto de sinceridad, como la hembra de cualquier animal en época de apareamiento, y caben pocas dudas sobre el origen de la peculiaridad” (1869, Francis Galton),

Era partidario de la eugenesia racial, del dominio de la raza anglosajona sobre las demás, y reducía las competencias femeninas al papel de madre y ama de casa. Argumentaba que teniendo las mujeres un cráneo menor que los hombres, y por lo tanto entre un 10-15% menos de volumen cerebral, tenían necesariamente que tener mucha menos capacidad intelectual. Una pléyade de seguidores añadieron de cosecha propia, que si la mujer forzaba su cerebro para competir con el varón, corría el peligro de quedar estéril o desarrollar trastornos mentales. Hoy día conocemos mucho mejor el funcionamiento del cerebro, y sabemos que la capacidad intelectual no depende del tamaño de la masa cerebral, pero en el siglo XIX parecía lógico que así fuera, y la muy escasa presencia de mujeres en la esfera científica encajaba con esta idea.

Con el paso del tiempo, el antifeminismo buscó nuevos argumentos para justificar la

“A la mujer le falta el talento creador reservado por Dios para el varón” (1942, Pilar Primo de Rivera),

necesaria diferencia de las funciones de hombres y mujeres. En la España de los años treinta, la derecha opuso la femineidad al feminismo; las feministas serían por lo tanto, unas marimachos nada atractivas, y habrían acumulado un rencor contra los hombres que las rechazaron y contra las mujeres guapas, femeninas y seductoras que les ganaron la partida. La prensa ferrolana recoge a inicios de 1936 este debate, introducido por la mujer del médico forense Benigno López de Letona y Uribe, y por su amiga Josefina Fontán; ambas eran militantes de la CEDA. La izquierda local entró al trapo, con argumentos manifiestamente mejorables. Con la dictadura franquista se recuperó la idea de la incapacidad intelectual femenina, y así, encontramos podemos leer lo siguiente:“La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular -o disimular- no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse(…)” (’Medina’, revista de la Sección Femenina, 13 de agosto de 1944)

El movimiento LGTB está financiado por las grandes corporaciones mundiales” (2017, Alicia Verónica Rubio Calle).

Si nos fijamos bien, el antifeminismo de Vox adapta este discurso a los tiempos actuales con mayor o menor sutiliza, como refleja la diputada autonómica madrileña de Vox Alicia Verónica Rubio Calle en su libro “Cuando nos prohibieron ser mujeres …y os persiguieron por ser hombres”. No sólo niega la violencia de género, sino que afirma que educar el feminismo fomenta la pederastia y la homosexualidad. Se distancia de lo que en su momento dijeron los que negaban capacidad intelectual a la mujer, pero mantiene la asignación natural de roles a cada género, y en línea con el conspiracionismo, la autora considera que detrás de la ideología LGTB están los intereses económicos de las grandes corporaciones mundiales.

 

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