Sabores ártabros-A mayores

José Perales Garat

Una inquietud consustancial al gallego en general es acudir a una barbacoa sin parecer una rata miserable, temor tan atávico e imbricado en nuestra psique colectiva que es prácticamente imposible organizar un pequeño evento para unos amigos y no hacer acopio de viandas para las próximas fechas, que seguramente consistirán en empanada, bolla -larpeira últimamente- pastelón o bizcochada. Otra posibilidad es que tus amigos te llenen la casa de bebidas para las sucesivas bodas de todos tus descendientes en tres generaciones, e incluso es posible que alguien traiga algo a mayores, concepto algo difuso pero muy de aquí y que no implica especiales riesgos a no ser que los añadidos sean cosas que se pierden, y entonces hay que prepararlas y servirlas, no vaya a ser o demo.

Mis lectores de allende Piedrafita estarán algo desconcertados con este párrafo inicial, a no ser que sean conocedores de la idiosincrasia gallega, y por eso lo explico un poco por encima: una bolla, especialmente la larpeira, es el bizcocho gallego por antonomasia y entre sus ingredientes se encuentran, básicamente, todas las cosas que engordan del mundo. A la vista es una especie de edredón acolchado con una capa superior de nata y azúcar en diferentes grados de caramelización que suele provocar las iras de los epicuros que empezamos por los bordes mientras los hedonistas atacan directamente por el centro. Hay quien dice -a saber si es verdad- que llamar bordes a los que expresamos directamente nuestra opinión está relacionado directamente con la degustación de larpeiras, y también quien dice que el término centrismo no alude a la falta de pronunciamiento en temas polémicos, sino a la capacidad de ingesta que
tienen algunos de la parte central de las bollas larpeiras; a mi esto ya me parece más cogido con alfileres, pero tampoco me atrevo a descartarlo.

Explicar una empanada es un tema más complejo para alguien que, como yo, considera que cuanto más te alejas de la Diócesis de Mondoñedo, las empanadas van perdiendo en calidad. Cuando un invitado al que convidas a casa trae empanada suele traer al menos dos, porque nunca saben a quién le gustan de carne o de pescado. Esto es algo incluso peligroso, porque el tema de dónde hacen las mejores empanadas ha dado lugar a grandes debates en los que algunos ven la capacidad de Galicia de aportar políticos al panorama nacional; efectivamente, la combinación de la pasión con la razón es especialmente ambigua cuando todo, desde el preve -refrito- del relleno al ingrediente principal y pasando por el dorado, la migosidad o el grosor de la masa está sujeto a discusión. Es éste un tema peor que el de las tortillas, los cruasanes o el chocolate con churros, que ha provocado incluso disputas familiares irreconciliables por un inconveniente «a mi me gusta más la de Stollen«;, un desafortunado «tienes que probar las de La Nueva»; o un peligroso «las mejores son las de Arribí«, por citar sólo tres de los innumerables templos entre los que no se pueden olvidar O forno de Vilardemouros, El Cruce de Maniños, El horno de San Amaro o… no, lo dejo, no voy a transitar este sendero.

La bizcochada gallega es otro bizcocho que, al decir de algunos, puede producir una muerte feliz al existir una cierta tendencia a tragársela sin masticar en exceso. Ese dolor faríngeo que produce su paso por el conducto traqueal, acerca a los gallegos a las serpientes constrictoras, y dificulta la respiración y la conversación cuando alguien la ofrece para el café, momento de  lucha interna que suele acabar como acabó nuestro padre Adán con la manzana.

El pastelón no es algo exclusivo de Galicia, por supuesto, y ni siquiera me atrevería a decir que el de aquí sea mejor que el de fuera, pero provoca un efecto cascada porque los niños suelen acabárselo antes de comer, y luego ya no tienen ganas de mucho más, lo que incrementa las sobras de otras viandas.

Y luego está ese momento en el que, sudoroso, te sientas tras pasar un par de horas ocupándote del fuego, de las costillas, de los criollos, de los chorizos, de las salchichas frescas, de los muslitos de pollo, de la tira de ternera o de cualquier otra cosa que hayas decidido cocinar, y alguien va y saca un queso del Eume y te hace polvo, porque cuando lo saca ya ha empezado su proceso de exudación y deformación que informa al ojo experto de que es el momento de incluirlo en una muy nutrida nómina de productos que ya forman parte de los nutrientes que te van a acompañar hasta que decidas peregrinar andando hasta Minessota o
más lejos para bajar la comida.

Con el tema de las bebidas, he de decir que nos vamos refinando, y ahora somos más de llevar un buen vino, e incluso parece que se va descartando la costumbre de llevar el licor de café de algún pariente, la caña, la caña tostada, la crema de orujo o el licor de hierbas, aunque aún está ampliamente extendida la creencia de que no es posible culminar una buena digestión sin que el organismo sea ayudado por algún espirituoso entre los que la queimada ha quedado más como turistada que como evento familiar.

Y eso es más o menos lo que significa a mayores: llevar algo absolutamente innecesario para cumplir los objetivos de un evento en el que, si el número de invitados es lo suficientemente elevado, se provoca que en la casa del anfitrión sobre más comida de la que ha aportado al convite y más bebida que en las bodas de Canán.

Y algunos se preguntarán -los de fuera- cuál es el significado de que las cosas se pierdan… pues aquí en este Golfo Ártabro donde escribo mis crónicas, las cosas no se ponen malas, caducan o se deterioran, sino que se pierden, y entonces hay que comérselas, no vaya a ser o demo… que es la manera de no acabar una frase que usamos los gallegos y que se deja así, flotando en el aire, para qué cada uno imagine las nefastas consecuencias que podría acarrear el hacer algo, o el no hacerlo, que aquí todo depende.

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