Soberanías identitarias

Gabriel Elorriaga Fernández

Lo identitario como legitimador de soberanía es todo lo contrario a la razón de ser de la política que es la capacidad de armonizar diferencias. Basar en analogías cualquier tipo de soberanía nos llevaría, como ejemplo, a la soberanía de unos hermanos cuatrillizos, por el hecho de ser más idénticos entre sí que el resto de los ciudadanos. Esta estupidez de la identidad puede permitir la soberanía de los pelirrojos o de los morenos y si llevamos las identidades a cotas lingüísticas, los capacitados para hablar normalmente en esperanto estarían en condiciones de pedir una soberanía y los «okupas» de una isla desierta tendrían derecho a elegir, en vez de su propia soberanía de robinsones, entre la soberanía británica, la norteamericana o la australiana, entre otras.

Resulta muy difícil averiguar en qué consiste la identidad de los habitantes de Cataluña, sean estos de pura cepa o de cepa andaluza, extremeña o castellana. Más difícil si la cepa es sudamericana, árabe o centroeuropea. Son todos moradores de un territorio delimitado por las fronteras administrativas de cuatro provincias de una magnifica geografía política. Lo mismo el gitano que canta rumbitas en Barcelona que el futbolista de Albacete que mete goles con la selección española son ciudadanos de Cataluña sin ninguna discriminación identitaria que los distinga de un bodeguero del Penedés.

La colectividad no está basada en ninguna seña identitaria sino en una convivencia real. La única relación identitaria proviene de una historia común secular o de un interés común de proyectarse hacia el futuro desde una gran plataforma para contar suficientemente en el mundo. Con estos recursos humanos diversos se ha configurado un destino colectivo que, en nuestros días, está encuadrado en un sistema constitucional democrático que no distingue entre identidades nativas o raciales ni le molestan las leyendas, músicas y poesías de cada tradición ni las rivalidades deportivas de cada club.

Es cierto que ninguna Constitución es eterna. Pero las Constituciones nacen del espíritu de las naciones y no las naciones de las Constituciones. Sin una realidad previa subyacente no existirían Marcas Hispánicas, ni Guerras de Sucesión, ni escudos cuatribarrados, ni banderas rojigualdas, ni Convergencias y Uniones. La historia es como fue y no se puede enmendar a capricho de cada generación ni, tampoco, el futuro puede proyectarse a la medida personal de cada político de temporada. La fuerza de la Historia no es una identificación hiperbólica de costumbres de vecindad ni se escribe porque unos bailen la sardana y otros la jota. Los complementos y rivalidades entre espacios mediterráneos, cantábricos o mesetarios seguirán existiendo a través de los siglos, pero la resultante no será nunca una segregación de identidades particulares sino una soberanía política concurrente que si antaño se consagraba con matrimonios reales, hoy se consolida con elecciones generales.

La reforma del modelo territorial es hoy técnicamente necesaria para poner en claro la funcionalidad de un Estado coherente, pero no como consecuencia de esa gran majadería de las soberanías identitarias sino de la concreta realidad de una nación indisoluble inserta en la supranacionalidad de la Unión Europea.

Que el señorMas crea que su anacrónico sentido de la identidad soberana esté por encima de cualquier ley, Constitución o tribunal nacional o internacional no es solo una hipótesis anarquista sino el síntoma de una incapacidad mental que lo descalifica como político civilizado y como ciudadano decente. Porque no es decente presentarse a unas elecciones regladas por una Constitución y por un Estado para ensayar como se podría violar esa Constitución y romper ese Estado. Esto se puede predicar por las bravas desde una guerrilla de facciosos, no desde un palacio oficial.

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