Los devotos incrédulos

Gabriel ElorriagaGabriel Elorriaga Fernández– (diario critico)

En tiempo de «sede vacante» se dispara la preocupación por los asuntos propios de la Iglesia entre quienes no se consideran católicos, apostólicos y romanos. Es una preocupación insistente sobre cómo es o como debiera ser dicha Iglesia, según el criterio de quienes no pertenecen ni aspiran a pertenecer a la misma. Un curioso interés por la perfección de algo que no les concierne. Que si hay divisiones o conspiraciones, que si algunos cardenales son demasiado intransigentes o excesivamente benevolentes. Que si existen problemas económicos o malos administradores. Que cual debe ser el arquetipo del Pontífice electo. Diríase que los incrédulos están más interesados que nadie en que el Papa  sea no solo santo sino que caiga bien en el mundo entero y que lo elijan con prisa. Que sus colaboradores sean inteligentes y leales. Que las financias vaticanas estén saneadas y que los dignatarios eclesiásticos sean ejemplares y estén estrechamente unidos en una fe sin dudas ni errores. Digno de agradecimiento debe ser, por parte de los creyentes, que los incrédulos estén tan preocupados por la perfección de una institución ajena ante la que sería más coherente que se mostrasen indiferentes. Pero, como beatos advenedizos, ellos desearían una primavera eclesiástica, aunque tal primavera conduzca al desconcierto, como la primavera árabe que algunos de ellos creían que era una amplia avenida hacia la democracia y el diálogo y solo era un estrecho camino hacia el fanatismo. Así, en vísperas de un Cónclave real y secreto, se produce un Cónclave virtual y mediático que circula por los canales del chismorreo y las tertulias de la frivolidad.

Como es costumbre, en vísperas de Cónclave, los devotos incrédulos resucitan con temor las sedicentes profecías de siempre, sobre todo si son inquietantes. Sale a relucir el misterioso Malaquías con la amenaza del fin de la Iglesia y la consiguiente preocupación por parte de los incrédulos de si el nuevo Papa será el último o el penúltimo, lo que sería muy lamentable para ellos, al parecer. Esta vez hay quien ha descubierto que el cardenal camarlengo no se llamaTarsicio sino Pedro y que no debe apellidarse Bertone sino Romano, porque nació en La Romana, con lo cual ya sería el temido finalista de la historia eclesiástica. El rayo en la cúpula de San Pedro el día de la renuncia deBenedicto XVI sería un mal augurio que tiene sumidos en zozobra a quienes temen que el mismo Diablo ande paseándose a sus anchas por los patios del Vaticano, entre prelados masones y guardias suizos agentes de la CIA. Para evitar estos males los atribulados incrédulos dan sus recetas de cómo debe comportarse la Iglesia, reformarse sus cánones y modernizarse su doctrina.

No es de extrañar esta preocupación por la Iglesia de quienes no creen en ella porque es la misma devoción que manifiestan los más fervientes republicanos por la monarquía. Ni monarquía eclesiástica ni monarquía civil sino barullo antisistema. Por ello no es de extrañar que quienes solo ven el decorado de las instituciones como turistas también se preocupen intensamente por la Corona, aunque se sientan devotos republicanos. Escribió el teólogo Yves Congar: «Si no se esperase ya más de la Iglesia no se hablaría tanto de ella». Lo mismo puede aplicarse a la monarquía: si no tuviese futuro no se hablaría tanto de los reyes. Que cuando deben abdicar, con quien deben casarse o como deben divertirse son asuntos que ocupan mucho a quienes, al parecer, desean monarcas robustos y virtuosos, con numerosa descendencia y gran sabiduría política, lo que les daría capacidad para mantener viva y fuerte la institución a través de los siglos. Se comprende el temor de quienes mantienen la fantasía de una república idílica a que cualquier error o accidente pueda favorecer un nuevo experimento republicano con el que se pueda hacer el mismo ridículo histórico que hicieron, en sus tiempos, los prohombres de la I y de la II República Española. Según aparentan, ni los republicanos quieren quedarse sin monarquía ni los incrédulos sin pontificado. Sus preocupaciones quizá son ciertas, pero no son sinceras. Hay que interpretarlas a la viceversa.

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